“Eran tres mujeres: una abuela, una madre, una tía. Yo llevaba tiempo mirándolas moverse alrededor de ese catre de hospital mientras juntaban, lentas, sus dos platos de plástico, sus tres cucharas, su ollita tiznada, su balde verde, y se los daban a la abuela. Y las seguí mirando cuando la madre y la tía recogieron su manta, sus dos o tres camisetitas, sus trapos en un petate que ataron para que la tía se lo pusiera en la cabeza. Pero me quebré cuando vi que la tía se inclinaba sobre el catre, levantaba al chiquito, lo sostenía en el aire, lo miraba con una cara rara, como extrañada, como incrédula, lo apoyaba en la espalda de su madre como se apoyan los chiquitos en África en las espaldas de sus madres —con las piernas y los brazos abiertos, el pecho del chico contra la espalda de la madre, la cara hacia uno de los lados— y su madre lo ató con una tela, como se atan los chiquitos en África al cuerpo de sus madres. El chiquito quedó en su lugar, listo para irse a casa, igual que siempre, muerto. No hacía más calor que de costumbre. Creo que este libro empezó acá, en un pueblo muy cerca de acá, fondo de Níger, hace unos años, sentado con Aisha sobre un tapiz de mimbre frente a la puerta de su choza, sudor del mediodía, tierra seca, sombra de un árbol ralo, los gritos de los chicos desbandados, cuando ella me contaba sobre la bola de harina de mijo que comía todos los días de su vida y yo le pregunté si realmente comía esa bola de mijo todos los días de su vida y tuvimos un choque cultural: —Bueno, todos los días que puedo. Me dijo y bajó los ojos con vergüenza y yo me sentí como un felpudo, y seguimos hablando de sus alimentos y la falta de ellos y yo …”

“… «La destrucción, cada año, de decenas de millones de hombres, de mujeres y de chicos por el hambre constituye el escándalo de nuestro siglo. Cada cinco segundos un chico de menos de diez años se muere de hambre, en un planeta que, sin embargo, rebosa de riquezas. En su estado actual, en efecto, la agricultura mundial podría alimentar sin problemas a 12.000 milllones de seres humanos, casi dos veces la población actual. Así que no es una fatalidad. Un chico que se muere de hambre es un chico asesinado», escribió, en su Destrucción masiva, el ex relator especial de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación Jean Ziegler. Miles y miles de fracasos. Cada día se mueren, en el mundo —en este mundo— 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre. Si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer este libro, si usted se entusiasma y lo lee en —digamos— ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre unas 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. O sea que, probablemente, usted prefiera no leer este libro. Quizá yo haría lo mismo. Es mejor, en general, no saber quiénes son, ni cómo ni por qué. (Pero usted sí leyó este breve párrafo en medio minuto; sepa que en ese tiempo solo se murieron de hambre entre ocho y diez personas en el mundo —y respire aliviado.) Y si acaso, entonces, si decide no leerlo, quizá le siga revoloteando la pregunta. Entre tantas preguntas que me hago, que este libro se hace, hay una que sobresale, que repica, que sin cesar me apremia: ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas? “

“El hambre” de Martín Caparrós


El hambre vuelve a crecer por culpa del clima

Tras tres décadas de avances en la lucha contra la desnutrición en el mundo, la tendencia cambió en 2015. A los embates del clima, se suma la plaga de langostas en África

No nos hemos dado cuenta, pero hace cinco años que ocurre algo insólito. Y desastroso: el número de personas que pasa hambre en el mundo, que llevaba tres décadas reduciéndose de manera constante, ha vuelto a aumentar desde 2015. Sumado a problemas más puntuales, como la terrible plaga de langostas que amenaza con generar una crisis alimentaria en África oriental, este dramático cambio de tendencia ha disparado ya las alarmas, tras un lustro seguido de datos negativos.

Los programas de lucha contra la desnutrición estaban dando, aunque lentamente, resultados. Pero se han topado con un nuevo enemigo: el clima. Si, como advierten los científicos, las sequías y desastres naturales van a seguir en aumento, habrá que adoptar nuevas estrategias contra la desnutrición.

Un enjambre de insectos de un kilómetro cuadrado puede comer la misma cantidad de alimentos en un día que 35.000 personas.  Foto: FAO

La idea clave que, ante este nuevo escenario, manejan los especialistas en crisis alimentarias es la de resiliencia. Una necesidad, pero también una oportunidad. Urge transformar el paisaje, la economía y los modos de vida de las zonas más vulnerables al hambre, que coinciden en muchos casos con las más sensibles al cambio climático, si se quiere evitar que el aumento de la desnutrición se convierta en la nueva -y perniciosa- normalidad.

Según el último informe sobre El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, elaborado conjuntamente por varias agencias de la ONU, han aumentado cada año, desde 2015, tanto el número de personas subalimentadas como su porcentaje a nivel mundial, hasta situarse en los niveles de 2010/11. Puesto que dichas cifras llevaban décadas bajando -desde, al menos, 1992-, el cambio de dirección ha inquietado a los expertos.

Si a la nueva y preocupante tendencia sumamos las predicciones sobre los efectos del cambio climático, obtenemos un resultado devastador: los datos van a peor y aún pueden hundirse más. «En un mundo 2ºC más cálido, 189 millones de personas podrían experimentar niveles de vulnerabilidad a la inseguridad alimentaria mayores que en el presente», detalla Gernot Laganda, jefe de los proyectos de reducción de riesgo a los desastres del Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés), la mayor organización humanitaria de la ONU.

La relación entre clima y hambre es, advierte Laganda, ineludible: aun en el mejor de los escenarios que los expertos en clima de la ONU contemplan para el presente siglo, que sería un aumento medio de la temperatura de 1,5ºC respecto al nivel preindustrial, la seguridad alimentaria se vería ya amenazada, con un retroceso de las cosechas de maíz del 10% a nivel mundial.

A medida que se contempla un calentamiento mayor, las consecuencias son cada vez más catastróficas. Con un incremento de 3ºC, la previsión es que se perderá un 20% de los cultivos del mundo.

«Todos los países están expuestos al riesgo climático», advierte Laganda, «pero algunas regiones del mundo son especialmente vulnerables». El llamado Cuerno de África, la zona oriental del continente donde el hambre es una amenaza constante, y que estos días sufre una incontrolable plaga de langostas, se encuentra entre las áreas más amenazadas. Como también el desierto del Sahel y, al otro lado del Atlántico, el corredor de América central. Y, en Asia, los lugares del sur y sureste donde el riesgo de inundación y tormenta es mayor. En resumen, los que más problemas tienen ya serán también los que más empeoren.

«Las mayores amenazas a la seguridad alimentaria existen en esas partes del mundo donde el cambio climático se está combinando -y exacerbando- con otras grandes causas del hambre, como el conflicto y la marginación económica», coincide Laganda. Entre los países que están padeciendo grandes conmociones de este tipo se encuentran Afganistán, Chad, Congo, Sudán del Sur y Yemen, explica este experto.

La paradoja es que, tal y como indica Carlo Scaramella, director del WFP en Colombia, quienes menos han contribuido a contaminación atmosférica son los más vulnerables a los efectos del calentamiento. «El mayor impacto del cambio climático está previsto en las áreas que ya son las más desfavorecidas. Son las que menos responsabilidad tienen y las que más expuestas están. Tienen menos sistemas de anticipación, alerta temprana y protección», explica Scaramella. «En el África subsahariana ya lo estamos viendo», continúa. «El cambio climático está ocurriendo, no es algo teórico».

Laura Melo, directora del WFP en un país, Guatemala, que lleva cinco años consecutivos sufriendo sequías, detalla así el círculo vicioso al que se ven condenadas las familias dependientes de pequeños cultivos: «Viene una sequía un año; es complicado, pero venden alguna cosa, comen menos… Al año siguiente, viene otra sequía y la situación es cada vez peor. Las formas de lidiar con el problema son cada vez más extremas: tienen que vender más cosas y los hombres emigran».

La acumulación de sequías o desastres meteorológicos provoca una escasez de nutrientes que los niños afectados arrastrarán durante todas sus vidas: «La alimentación, que ya de por sí es poco variada, se vuelve muy precaria. Aumentan los casos de desnutrición aguda en niños y las familias cada vez tienen menos recursos para salud, educación… estos golpes sucesivos tienen un gran impacto sobre las necesidades básicas», añade Melo.

«Casi la mitad de los niños en Guatemala sufre desnutrición crónica, la cual afecta al desarrollo, tanto al crecimiento como a las neuronas», indica. «Para combatirla, es importante la llamada ventana de los 1.000 días, desde la concepción hasta los dos años. Hay que empezar con la madre embarazada; cuando hay una situación de pobreza, no se tiene acceso a esa dieta y se perpetúa la situación».

Pero problema no está circunscrito a las áreas del planeta donde los efectos del calentamiento se prevén más devastadores. En el mundo hay 550 millones de familias que trabajan en la agricultura familiar, es decir, pequeñas cosechas, muy expuestas a los cambios meteorológicos y climáticos. Las cuales alimentan, a su vez, a miles de millones de personas en todo el globo.

Se estima, de hecho, que el 80% de los alimentos que se consumen en los países en desarrollo proviene de esta clase de cultivos. Por ello, invertir en mejorarlos y diversificarlos será una cuestión clave para prevenir los efectos del cambio climático. Son los cultivos más vulnerables a los vaivenes de la meteorología, pero también imprescindibles para intentar frenar el hambre.

HACEN FALTA MUCHAS ‘QUINOAS’

Un ejemplo de éxito lo aporta Scaramella: «La quinoa es un producto que se ha rescatado desde hace unos años y ahora se ha impuesto en los mercados de todo el mundo como un producto saludable».

El cultivo de esta semilla, mantenido a lo largo de la historia por culturas ancestrales y ahora en expansión en Colombia y otros países, ofrece una posibilidad de «elevar el nivel de vida de muchas comunidades en condiciones muy precarias».

Aunque lo esencial, propone Scaramella, es que, más allá de este caso concreto, «haya muchas quinoas». Es decir, en cada área se debe buscar una solución local, viable y efectiva para aportar nutrientes y diversificar las posibilidades comerciales de las familias que permanecen atadas a un solo cultivo.

«Tienen una pequeña zona de tierra y cultivan lo básico: frijol y maíz. Hay que apoyarlos para tengan otras producciones, sistemas de riego o pollos y gallinas, que benefician mucho su dieta y aportan una proteína animal para sus niños», señala, por su parte, Melo.

Otros ejemplos que plantean los expertos trascienden incluso la agricultura, como pueden ser el cultivo de la tilapia, un pescado que no precisa de grandes masas de agua y se ha introducido con éxito en Colombia, o la cerámica, que permite poner en marcha una pequeña actividad comercial al margen de las temidas sequías. Pero nada es fácil.

EL PAPEL DE LAS MUJERES, FUNDAMENTAL

Tanto en la diversificación de las actividades comerciales como en el cuidado y mantenimiento de las mini-granjas aviares, la labor de las mujeres resulta fundamental. «Das cinco pollitos a una mujer y ella va aumentando su producción», comenta Melo, quien también destaca los buenos resultados de los grupos de mujeres que se dedican a desarrollar e impulsar la artesanía.

Producen objetos y los venden en pequeñas redes comerciales, lo que proporciona, a ellas y a sus familias, una actividad al margen de la agricultura de subsistencia. Las libera, por tanto, de una total dependencia del clima. También les aporta un mínimo de poder familiar y comunitario, algo que, en muchos casos, no habían tenido nunca.

Las mujeres son, junto a los niños, quienes más sufren desnutrición, pues son quienes se quedan cuidando de la familia cuando el hombre emigra, relata Melo. Son, por eso, esenciales para paliar el problema. Una realidad que, en ocasiones, cuesta ver en sus comunidades.

Pero crear un futuro más resistente a los ataques del clima no será posible sin ellas.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.